viernes, 5 de septiembre de 2008

ISLANDIA, EL GRAN ESCENARIO

La primera vez que visité Islandia, fue un gran choque para mí. Tal vez por qué yo era muy joven. O tal vez por qué aquel era mi primer gran viaje. O, ¿quién sabe?, tal vez por qué Islandia, al margen de las evocaciones personales y subjetivas, es en realidad un paisaje verdaderamente sorprendente.

Aquel primer viaje me dejó probar la isla. Fue una gran aventura personal, visitando cada rincón en autobús de línea regular, acarreando todo mi material en la espalda y durmiendo en tienda de campaña.A tan poco me supo aquel primer contacto con la isla, que decidí regresar. No quería volver a sentirme como un niño al que dan a probar una chocolatina para después quitársela. Regresé en mi propio vehículo, cargado de comida y rollos de película. Dormí en el suelo durante dos meses (era más joven que ahora, aunque igual de pobre), y fotografié todos los paisajes que tanto había anhelado. Fruto de aquel segundo viaje, publiqué mi segundo libro.La tercera vez, lo reconozco, mi paso por Islandia, fue casi accidental. Volvía de un largo viaje por Groenlandia. Mis fuerzas estaban justas, pero mi escala de pocos días en la isla, me permitió experimentar la sensación de familiaridad con los cálidos paisajes islandeses.

El pasado verano y con motivo de la realización de un taller fotográfico con 12 alumnos por tierras islandesas, tenía frente a mi un nuevo viaje de 20 días. Pero por supuesto –ya que no soy profesor y ni tan siquiera guía de viajes- esperaba encontrar un aliciente y un reto personal en los paisajes, ahora ya lejanos en el tiempo, para fotografiarlos una vez más.Resumir los atractivos fotográficos de esta tierra primitiva, donde los elementos fluyen como si el planeta acabara de nacer (en parte así es en Islandia), es un reto muy complejo. El agua, el hielo y el fuego se funden en paisajes violentos, inhóspitos, deshabitados. Pero, en este artículo, he querido destacar tres motivos fotográficos que por sí solo merecen sobrevolar el Atlántico: las montañas de Landmannalaugar, el hielo del glaciar Vatnajökull y algunas de las más bellas cascadas de la isla. Las colonias de millones de aves marinas, como el frailecillo, símbolo del país, son, sin duda, otra gran excusa para viajar hasta Islandia.

Post Data: Tengo el artículo listo y grabado. Solo tengo que darle al botón “Enviar” de mi plataforma de correo electrónico y llegará a la redacción de Fotonatura. Pero prefiero darle una última relectura. Y noto que este artículo está escrito por un fotógrafo enamorado de Islandia. Y también noto que tal vez pueda parecer que el artículo no es objetivo del todo. La primera cosa es cierta. La segunda, no.


PUEDES LEER EL ARTÍCULO ENTERO EN LA REVISTA DIGITAL FOTYONATURA.ORG
http://www.fotonatura.org/revista/articulos/409/1/

martes, 2 de septiembre de 2008

ENTRE DELFINES

En algún instante llegaba a percibir, por el sonido de los motores, como la popa del “Dolphin Dream” dejaba de tocar la superficie del agua. Mi estómago, también lo notaba. Era justo después de llegar a la cresta de la ola y comenzar el brusco descenso hacia el vacío, cuando la proa perdía el contacto con el mar durante unos segundos, hasta que las veinte toneladas de casco volvían a golpea bruscamente con el mar.

Mis ojos luchaban por permanecer cerrados, perdiendo el mundo de vista y abstrayéndome de la gran tormenta. Mi cuerpo, especialmente mi estómago, ya no era capaz de distinguir la dirección del vaivén, el zarandeo de las olas en mi pequeño camarote. Por fin, al cabo de una eternidad –que posiblemente, en la realidad apenas fueron unos cuantos minutos o a lo sumo, un par de horas- conseguí dormitar. El primer presagio de que una gran tormenta se aproximaba lo tuve cuando Andy, el segundo de a bordo, se apresuró, cuidadosa pero rápidamente, a cerrar con una gruesa cinta adhesiva todos los cajones de la cocina.

Apenas tres horas antes, yo me sumergía, bajo un radiante sol y un plácido mar, a veinticinco metros de profundidad acompañado de algunos tiburones de arrecife y un grupo de delfines manchados del Atlántico. Aquel era el último día de una expedición fotográfica que tenía como objetivo fotografiar a estos últimos.

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El delfín manchado del Atlántico es un delfín mediano, que puede alcanzar los dos metros de longitud, y que vive tanto en aguas costeras como en alta mar, pero siempre en mares tropicales. Su comportamiento es social, y siempre viaja en grupo, normalmente de unos quince individuos. Y como sucede con otras especies, el delfín manchado es un animal al que le encanta el juego, y surca aerodinámicamente las olas a la proa de los barcos, cruzándose de un lado al otro con una facilidad que deja en un segundo plano a los motores de las naves. Y, cuando está saciado de alimento y puede permitirse unos instantes lúdicos también juega alrededor de los submarinistas, nadando alrededor de ellos y dejando en evidencia lo patoso que puede ser un ser humano cargado con botellas de aire, máscara de buceo y una gran cámara fotográfica en las manos.

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Sin duda, la observación de delfines en libertad, es una de las mejores experiencias que he podido tener como fotógrafo de la naturaleza. Y espero que aquel grupo de quince delfines moteados con el que compartí mi navegación por las Bahamas, siga buceando y pescando libre por muchos años